18 de octubre de 2010

El último viaje del balsero

Crecí en un mundo que era el vago resplandor de otro, ya pasado. Escuché  el vocerío de las guacharacas a lo lejos, en la Punta. Crecí escuchando de los trabajadores, las historias de la villagua y de la serpiente de siete cabezas, la que bajaba en la primera creciente del año, pero de la que nunca me explicaron en que momento retornaba a su manantial primigenio. Escuchaba en las noches, en la penumbra de la vieja casa de hacienda, las historias, mas sensatas, contadas por mi padre que me hablaba de los caucheros, de las bajadas en balsa, de las guerrillas conchistas. En mi infantil cabeza me imaginaba que aquellos sucesos habían pasado hace mucho, antes de la creación del mundo moderno, cuando todo era en blanco y negro, como esas viejas fotografías de  niños congelados en la eternidad, sentados en un caballito de madera.
De todas esas historias, las que siempre me fascinaban era las de los balseros. Gente bravía que se atrevía a desafiar el río Carrizal furioso, galopándolo en montura de caña y balsa para llevar las riquezas extraídas a la montaña. Del  cargamento que fracasaba en las corrientes traicioneras, de las dormidas obligatorias en la arena, alumbrados por las estrellas, de los remansos que atrapaban a los desprevenidos, del típico grito de "¡La Veta! ¡La Veta!" cuando se llegaba a puerto y el palanquero no podía apegar su valiosa carga, que posteriormente negociaba  en los diferentes comercios, que pululaban cual moscas ante la miel en rededor. Posteriormente, el mismo día o al siguiente, si tenían casa propia o de algún pariente, retornaba, con sus compras al hombro, a su terruño, donde su mujer y  retoños los estaban esperando con ansias.
Crecida del río Carrizal, vista desde actual subida al puente de San Bartolo.

Cuando nací, la balsa había  dado paso a la canoa, menos heróica pero mas utilitaria, ya que permitía retornar por el mismo río los productos que se necesitaban en las casas o en los comercios diseminados a lo largo del Carrizal o del Barro. Después con la apertura del carretero empedrado hasta la Esperanza y la apertura de caminos de verano por toda la geografía cantonal, los camiones se adueñaron de la carga viva y muerta del cantón.
Alcancé a viajar en balsa una o dos veces  desde Relámpago a La Esperanza, con mi padre. La última de aquellas, a salida de invierno, cuando el río Barro disminuía su bravura y era seguro viajar con un niño en sus nueve años.  Aún recuerdo como a medida que nos acercábamos a la desembocadura del Barro en el río Carrizal, la corriente se hacía más lenta, la noche anterior había llovido para las cabeceras de Balsa y el Carrizal estaba en todo su apogeo taponando nuestro río y prefigurando su fin, años despúes. Salimos del Barro y penetramos en aquella corriente ciclópea, la experiencia de mi padre nos permitió apegar en el puerto de la Esperanza sin problemas, unos quinientos metros más abajo.
Ya en ese tiempo, los balseros estaban de retirada, bajaban solo en los meses más duros por las lluvias y al  viajar en canoa a motor hasta la Esperanza, principalmente viernes y sábado, era común encontrarnos con seis, ocho o diez de los últimos balseros del Barro o del Carrizal, con sus cargas de mocora, tagua, madera, que fácilmente eran remontados por las ligeras canoas motorizadas.
Finalmente, a mediados de los '90, la represa La Esperanza dio el tiro de gracia a los balseros. Una vez que su lecho milenario fue taponado por la montaña artificial, el transporte fluvial murió, quedando solo las aguas muertas, donde el motor fuera de borda es el rey, cuando se  lo permite esa peste vegetal flotante, el lechuguín (Eischornia crassipes). El agua que fluía hacia el océano, enverdeciendo las vegas y dando vida a los humedales, hoy duerme, apresada, no por el hombre campesino, sino por otros, ajenos a estas tierras y a estas realidades.
Llegada de los balseros durante el verano.

No se quién fue aquel último balsero del Carrizal, que pudo llegar a puerto, tal vez ya no exista, tal vez viva aún. Pero lo que si sé es que mientras alguien lo recuerde, la  alegría de ver una balsa verde y blanca, bajando rauda por el río Barro, no habrá muerto.
Nostalgia de un pasado irrecuperable: Participando con la UTPL en un festival de los balseros.

8 de octubre de 2010

Un camino hacia el progreso

Palma Real (Attalea colenda) en San Ignacio, al fondo, cerro Mil Pesos
Hace diez días que una gabarra, que estaba ya sin uso donde fue construido un puente que une Calceta y Pichincha, llegó a servir a las comunidades cercanas a San Ignacio, aisladas para el transito motorizado terrestre desde que se construyó el Embalse La Esperanza. Hace 5 días entró el tractor que reabrió un camino ya olvidado hacia la casa y pasando de ella. La noche anterior a la llegada de la máquina, tuve un sueño extraño: Estaba en San Ignacio, y unas máquinas estremecedoras mordían, aruñaban, destrozaban el suelo y se lo comían, literalmente. Las lomas y colinas desaparecían a su paso, los animales huían. La desesperanza llenó mi espíritu. Al diluirse la neblinosa carga de lo soñado, reflexioné y me dije: El sueño es el cargo de conciencia procesado. Una vía reabierta no deja de dañar pequeños arbustos, rompe el suelo, en sí, no deja de causar afectación al medio. Así pensaba mientras viajaba en la gabarra, rumbo a la finca.. Atrás mío, la máquina soñada estaba, lista a devorar tierra.
Viajando por primera vez en la gabarra rumbo a San Ignacio

Empezó la labor. La guianza del maquinista por la ruta a seguir estuvo a mi cargo, la mayor parte del camino existía, en algún momento anterior una máquina había dejado sus huellas en el terreno que el tiempo se obstinaba en no borrar. El suelo reseco por el largo verano chirriaba, se quejaba, al paso del armatoste, levantando una nube de polvo del cual me alejaba rápidamente.El segundo día terminamos el trabajo en San Ignacio y quedamos listos para pasar a donde Cándido Zambrano. Al tercer día, mientras calentaban el motor de la máquina, encontraron un desperfecto. No había nada que hacer: chofer y oficial se alistaron para regresar a la ciudad, yo los acompañaría porque hacía falta comprar provisiones. En el camino nos acompañaba Cándido, quien había llegado para dirigir la ruta del tractor por su terreno. Es un propietario en sus 70 años, tostado por el sol  y por sus genes y con el infaltable cigarrillo en la boca, representa para mí la ganadería manejada a la usanza antigua: En las 60 cuadras que tiene, junto a los potreros que manejo, no habrá más de diez árboles. Caminando junto al cafetal del Alejandro, donde un viejo bosque de guachapelíes da sombra a los cafetos, me dijo: "véndame unos de esos palos". Así son las cosas, pensé: "Viejo, que te hubiera costado mantener, aunque no sembrar, los guachapelíes que eventualmente nacían en tus predios, que te costaba tirar sus semillas al granel cuando empezaban las lluvias, ahora te toca comprar árboles para tus necesidades de infraestructura. Bueno, que te salga muy caro por lo bruto, pero yo no vendo esos árboles".
Sistema agroforestal en San Ignacio: Café (Coffea arabica), guachapelí (Pseudosamanea guachapele) y samán  (Samanea saman)

Al llegar a Calceta y después de un refrescante baño que diluyó la costra de polvo que me cubría, reflexioné: La falta de acceso a los vehículos carrozables a Caña y a Relámpago ha conservado parte de sus bosques. Así como Cándido le parece accesible la madera del cafetal, porque la puede sacar en su carro, ahora que hay vía llegarán los comerciantes y empezará el desangre. Bueno, la  gestión que puedo hacer con la madera en San Ignacio no basta, debo dar una charla a los comuneros de la zona. Esa es la idea y tengo que concretarla.

11 de septiembre de 2010

La disputa por la Manga del Cura

En estos dos últimos meses ha corrido bastante tinta en los medios provinciales debido a la pretensión de Guayas y Manabí respecto a la pertenencia a sus respectivas jurisdicciones del territorio no delimitado comprendido entre los ríos Peripa y Daule, conocido popularmente como la “Manga del Cura”. 40 000 habitantes desperdigados en una geografía semiplana de  400 Km2 que es reclamada por ambos prefectos.  Sin sumergirme en discusiones bizantinas que confrontan a hermanos ecuatorianos con luchas más urgentes por delante,  novelaré un poco sobre el origen del nombre y de dónde provino la historia en cuestión.   
El Rev. Luis María Pinto aprovechaba comúnmente  el sermón dominical, que era la ocasión cuando el templo de medianas proporciones  de Calceta se llenaba con la feligresía a los cuales quería llegar con su plan. Las beatas bien pudieron criticarle, cuando se reunían en el frescor de sus casas, que el padrecito  venido de la Sierra no se limitara a analizar hermenéuticamente los pasajes bíblicos  que dictaba la liturgia sino que pontificaba sobre asuntos tan terrenales como la apertura de una trocha en dirección a Quiroga, y desde allí a las montañas. Corría el año de 1927, el proyecto liberal estaba irremediablemente perdido, el ferrocarril  Bahía- Quito que conectaría el norte de Manabí  con la lejana capital moriría para siempre en Chone.  Ante lo agreste de la selva chonera,  por donde 12 años después unos vivarachos muchachones llevarían un Ford  modelo T  casi al hombro hasta Quito, el sacerdote visionario ideó una ruta que  saliendo de Calceta ascendiera por el río Barro. Siempre en dirección Noreste, atravesara las montañas de Membrillo  y cayera a los tributarios del río Daule, donde se facilitaba el transporte  hacia la capital, pasando por el naciente caserío de Santo  Domingo de los Colorados y además  se abría un acceso hacia el interior de la provincia fluminense. 
No sabemos si al sacerdote lo impulsaba el  ardor evangelizador, el puro impulso desarrollista de su feligresía  o ambos motivos, lo que si sabemos es que,  desde antes, existían colonos  manabitas desperdigados en algunas áreas promisorias,  que se quedaron tras la primera fiebre del caucho,  que las palabras del consagrado empezaron a calar hondo en algunos jóvenes y  hombres curtidos en el monte y que en el verano de 1928 fundaron la "Compañía Vialista Bolívar"     y  empezaron con la labor de trazado del camino y la trocha propiamente dicha.
El sacerdote había adquirido antes de entrar en el seminario conocimientos de herbolaria y de topografía. La primera le fue de utilidad a la hora de curar alguna dolencia de sus feligresía acompañante, porque a la vera de la ruta trazada se encontraban cual botica, que la madre naturaleza coloca gratuitamente, la medicina para casi todas las dolencias imaginables. La segunda le sirvió para buscar la ruta más adecuada, ya que cuando abandonó las tierras que drenan al Carrizal, lo accidentado de la geografía lo obligó a manejar con prolijidad la brújula y a trazar curvas a nivel. Debido  a que las aguaceros se presentaron temprano aquel año hubo de posponer la terminación de la ruta propuesta hasta mediados de  1929. Un superviviente de aquella hazaña contaría a mi padre años después, como en un sueño, que después de remontar un cerro particularmente difícil pudieron vislumbrar una mañana diáfana, la alfombra verde, interminable, de sur a norte, de la bella provincia de los Ríos. Hacia donde nacía el sol, al frente, casi sobre el horizonte, el cura le señaló el blanco mortecino  de un nevado que no pudieron identificar.


El padre regresó a su parroquia, la trocha o "manga" en el argot campesino sirvió de poco aliciente para la colonización acelerada de la zona a la cual dío acceso. El padre estuvo en Calceta hasta  1937. Pero los tiempos estaban cambiando. Al empezar la 2da. Guerra Mundial,  los precios del caucho subieron otra vez y la masa campesina de las comarcas cercanas ingresaban en tropel por la ruta abierta por el Curita  Pinto, en busca de la preciada H. brasiliensis.  Una vez acabada la guerra y la  fiebre del caucho, la mayoría se quedó en esa zona donde abundaban las tierras y escaseaban los brazos. La década de los '50 con sus repetitivas sequías aumentó la migración hacia esas tierras mas húmedas. Ya no se conoció como La Manga del Cura a la ruta de acceso, sino a la tierra que dió acceso la ruta.
 ¿ Y qué pasó con el padre Pinto?  Otras luchas le esperaban.  Años después participó activamente en la lucha por la cantonización de Pichincha, parroquia civil de Bolívar, el cantón del cual Calceta es cabecera. También sirvío en  San Isidro, parroquia del cantón Sucre. Un poblado principal dentro de la "Manga" lleva su nombre, así como algunas calles en varios cantones manabitas.
Cascada de Armadillo, dentro de la Manga del Cura.
Y así se escribe la historia... 

19 de agosto de 2010

LOS LÍMITES DEL CRECIMIENTO

La vieja casa de la esquina pagando su tributo al progreso.
Nuestra sociedad se basa en la economía, "la ciencia imperial" y ella a la vez se basa en el crecimiento a largo plazo de todos los indicadores positivos: masa monetaria, producción, nivel de consumo, ahorro,etc. La economía de una nación puede soportar períodos de decrecimiento, pero a la larga los planificadores conocen que se debe plantear formas para que siga en crecimiento.
La realidad última es que la base del crecimiento económico son la explotación de los recursos naturales, sean estos la tierra, el petróleo, los metales, la pesca o la madera y estos existen en un medio físico limitado, nuestro planeta. Por eso es que el crecimiento económico en ultima instancia siempre se chocará con esta realidad: Nuestra demanda es infinita, pero nuestro mundo es limitado.
Por eso se han planteado límites al crecimiento. Mientras la humanidad no encuentre un medio físico apropiado fuera de nuestro planeta para seguir con su crecimiento (hay quien piensa que este último razonamiento es un aplazamiento del mismo problema), no podemos basar nuestro desarrollo en el crecimiento de nuestras ciudades, de nuestra población, de la frontera agrícola, del PIB de nuestra nación.
Calceta está viviendo un período de expansión: casas y terrenos cambian de propietario de la noche a la mañana, la ciudad se expande en la clásica mancha de aceite hacia su periferia, donde los predios agrícolas son fraccionados. El municipio es un actor pasivo y no prevee los futuros problemas si no trata ahora de moldear este crecimiento.Si voy a una sesión y les planteo a la corporación municipal que hay que limitar el crecimiento de la ciudad me tildan de loco...
Nuestra sociedad vive una vorágine de la espiral loca donde la competencia nos empuja un poco más al abismo. Bajemos un ratito de este vagón trepidante y reflexionemos.

3 de agosto de 2010

EL SOL ENCAPSULADO

Para la cosmovisión incásica, cada grano de maíz, la base de su alimentación, eran lágrimas del dios sol, señal que, consciente o inconscientemente, los conquistadores que precedieron a los españoles en la llegada a estas tierras ecuatoriales sabían que, al fin y al cabo, nuestros alimentos son cosechas de sol, pedacitos de aquella energía que nos llega de aquel horno, que es al mismo tiempo leña y fogón. Como dirían ahora los ecólogos, las plantas captan energía en forma difusa y la concentran en recipientes fáciles de digerir y metabolizar.
Me acordaba de estos principios naturales cuando escuchaba a la contadora de nuestra Asociación contarnos su preocupación por la baja drástica en la compra de cacao. Si en los buenos tiempos los patios de la Corporación son como una pequeña feria pueblerina, ella estaba horrorizada ante la mínima compra registrada en un día cualquiera en estos últimos meses: 5 libras. Bueno, le acoté, cuando compramos cacao, en ultima instancia estamos comprando pedacitos de sol y la falta de producción en los últimos tiempos no es consecuencia más que los repetitivos días calmados, nublados en los cuales el astro rey no logra penetrar la espesa capa de nubes. La flor de cacao se cae, la monillia y la escoba de bruja se pasean sin restricción por las fincas umbrías.
Hay otros cultivos que medran sin problemas en este ambiente, pero la pepa de oro, igual que el maíz de los incas y aztecas necesita de esas lágrimas del sol para llenar su vientre del preciado manjar de los dioses.

15 de junio de 2010

STAR´S DREAM

La tarde del  jueves 10  cayó una leve llovizna sobre San Ignacio, asentando el polvo reciente debajo de los aleros y en el patio de la vieja casa. La noche llegó mientras terminaba el aburrido telenoticiario de siempre. El compadre, que se  acuesta temprano, dijo, de repente: _ hay hartas  estrellas esta noche, mañana va a hacer un solísimo _ sin pensar tanto en su predicción como en su extrañamiento ante lo natural, esperé que todos apagaran las luces para asomarme por la azotea al cielo oriental, donde no molesta a la vista los lejanos destellos de las luces de la carretera.
 El espectáculo era abrumador. Miles de estrellas parecían estar a mi alcance con solo alargar mi mano anhelante. Hacia el norte y el sur me extraviaba en las escasas constelaciones básicas conocidas  que empezaron a revolotear en mi corteza visual. En ciertas zonas no veía los puntitos titilantes, sino manchas lechosas que un ojo no estrenado confundiría con nubes. Comprendí que cada una de esas nubes estaban formadas por miles, decenas de miles de estrellas que estaban fuera del alcance de mi retina, pero no de mi imaginación. De repente me sentí tan pequeño, el ser más pequeño asomándome por una minúscula ventana al misterio más grande y me dije: Si Dios no existiera, habría que inventarlo para que se justifique la existencia de esta maravilla.
Pensé en un universo que revive constantemente un mismo instante. Cómo_ pensé_ estas estrellas que emitieron ese rayito de luz hace 20, 50, 100 años pervivirán en mi memoria. ¿ Como son en este momento o como son en esta vieja fotografía tomada hace tanto tiempo? ¿Qué es éste momento? no veo las estrellas sino una imagen que se perdió quizás ante que yo naciera . Puede ser que en unos de estos rayos llegue pasado mañana una supernova que arrase con nuestro planeta. Apenas soy (seremos) un grito que pronto se perderá en el vacío.
Salí de la ensoñación que aquella miríada de estrellas había provocado a mi espíritu. Regresé a mi blando lecho. El otro día, un fuerte sol sofocó a los trabajadores del cantero.

5 de junio de 2010

EL TOCÓN DE MORAL FINO

Un tocón de moral fino
quedó del árbol frondoso
y labraron varias trozas
del árbol con mucho tino.
Y al lado de aquel tocón
un brote muy tierno estaba 
y el hachero lo cuidaba 
con esmerada atención.
Mi padre contaba con cinco años  y el horizonte le quedaba corto para los juegos infantiles con sus hermanitos y los demás muchachos de la comarca. Pasó raudo en dirección al estero mientras el aserrador y su ayudante sudaban con el rítmico vaivén de la sierra. Al lado del árbol caído, unas hojas verdes se alzaban trémulas del suelo..
Ese brote tan pequeño 
que yo lo vi siendo niño
al cabo de medio siglo
hoy su vida terminó.
Pero no lo mató nadie
 a ese gigante dormido
aún su tallo sigue erguido,
más su vida, se acabó.
Era 1985 y dos veces a la semana, los lunes hacia la finca, y los jueves hacia el pueblo, mi padre ya en sus 55  pasaba por el mismo camino que medio siglo antes, hoyaron sus pies, ya no con la rapidez del viento leve pero aún con la entereza de alguien que tiene un buen camino por recorrer.En el  tiempo transcurrido desde que lo vió pequeño, el brotecito se había transformado en un majestuoso árbol. Pero algo había pasado.El árbol se había secado.
 Cuando paso y lo miro
muy esbelto y ya sin hojas
los pesares  las concojas
afloran luego a mi ser.
Una pregunta inquietante,
 surge enseguida en mi mente
¿Por qué será que la muerte 
es nuestro sino fatal?
Mi padre había visto morir a su trabajador preferido 3 años antes, y nueve meses antes de eso había pasado por la pena que ningún padre ansía tener: abrazar a su hijo muerto, en una playa del río que se lo quitó.Se sentía aún con bríos, pero el repentino cansancio de las largas caminatas, el recuerdo del hijo ausente y observar como aquel vegetal sucumbía ante el paso del tiempo le llegaron de golpe. Se sintió viejo,cansado. .
En la faz del universo
todo envejece, no hay duda
la mudanza es que perdura
sin acabarse jamás.
Porque todo nace y muere 
en un circulo vicioso
sólo el hombre va, dichoso
con su espíritu, al más allá. 
 A la final, mi padre reflexiona, la brisa por más que el sol sofoque, termina por refrescar su alma. Pasarán los años, pero la Promesa que dura ya dos mil años le endulza su  espíritu... Un día...

4 de junio de 2010

La muerte y el caballo


Era un caballo fuerte, como los de tiro que se ven en las  viejas estampas.Tratando de que aprendiera a rayar paso, a más de un peón decepcionó. Pero era fuerte y joven, pues no pasaba de los  cuatro años, que en un caballo encierra los días más briosos de su juventud. Ese brío y la imposibilidad de ritmo acompasado le llevaron el nombre de Merengue y el apodo de  "quiebrahuevos", pero él lo compensaba con creces con su vigor para el trabajo.
Aquella semana uno de mis hermanos y un amigo de él llegaron a la finca y juntos,los tres, urgidos por nuestros bolsillos vacíos, emprendimos,  bajo la aquiescencia de mi padre, la corta de  "boya" en la montaña. La mañana nos llevaba al monte y el sol rayando los cerros del occidente nos traía de vuelta a la casa.  Para los lectores que no conozcan a que labor nos estábamos dedicando le diré que la boya, también llamado palo de balsa (O. pyramidale) es un árbol que tiene dos propiedades características: su rápido crecimiento y su  liviandad, una vez seco.  Sus variados usos hacen que sea muy comercial y al mismo tiempo nuestra víctima. Talamos unos 20 árboles medianos, antes que grandes y  los cortamos en trozas para posteriormente  arrancarles la corteza  haciendo un corte en zigzag con el machete, para posteriormente, con un palo puntiagudo hendir donde hicimos la línea zigzagueante. Con mucho esfuerzo se desprende la corteza gris para que se pueda ver la pulpa dura, brillante y mucilaginosa, por un momento, porque la corteza desprendida totalmente servía de pista de carreras donde el mucílago era el motor. "¡Va la boya!" era el grito destemplado, avisando si algún desprevenido estaba loma abajo, para que cuidara sus pantorrillas de aquel proyectil que bajaba arrasando bejucos y arbustos.Los trozos se  amontonaban en la parte baja de la montaña para su traslado.

Así hasta el jueves. El viernes había que trasladar lo conseguido con  nuestra denodada labor hasta la orilla del río Barro, que serpenteaba colina abajo, a unos 1200 metros de donde habíamos acopiado las trozas de los árboles.
Por su fuerza, el caballo Merengue fue llamado, ya que en ese entonces mi padre no tenía más acémilas aparte de una mula vieja y de unos burros plomizos de unos trabajadores, los cuales no servían para esa labor. Ésta consistía en adosarle a los costados de el animal dos trozas, amarrados a la montura con sogas  y  así,   remolcándolo,  hasta la orilla del río.Algunas veces cuando había algún pedazo más pequeño, el equino lo llevaba arrastrando.
Aquel día, me acuerdo muy bien, trajo unos de esos soles bárbaros que sólo tiene  marzo por estas tierras. Merengue llevaba un viaje y regresaba loma arriba a ver el siguiente, su lomo lustroso y sus costados  perlados por el sudor con el fuelle de su respiración yendo y viniendo. No se pudo terminar el trabajo, faltaron unas pocas trozas así que se dejó el caballo cerca de la casa para terminar la labor temprano al otro día, que era ya el señalado para nuestro viaje río abajo.
El sábado  amaneció díafano, con un tropel de pajaritos ensordeciendo en el bosquecillo del estero.Mientras el amigo de mi  hermano hacía los tres últimos viajes nosotros dos ayudábamos  en el ordeño. Una vez listos, salimos de la casa con el último viaje del caballo.
 El amigo de mi hermano,  tenía ya casi listo las balsas. Había llovido moderadamente  la noche anterior para las cabeceras de Membrillo así que El Barro nos prometía un viaje rápido pero sin sobresaltos. Descargamos de Merengue las dos últimas trozas y ellos, cual mayores, subieron a la balsa para terminar de acomodar los aparejos. "Ya estamos casi listos, Rolando, amarra el caballo en el toronjo que Rosendo lo viene a ver más tarde", me dijo mi hermano . Merengue quedó sujeto, apacible, pero hambriento, como diciendo " vé amito, aquí espero a que me vengan a ver, esta tarde comeré yerba fresca en el potrero de adentro"
Sobé sus músculos adoloridos y bajé por el barranco, un minuto después la corriente nos llevaba con nuestro cargamento. En la Esperanza vendimos nuestra carga y llegamos cansados, pero felices, a Calceta.

Merengue nunca llegó al potrero esperado. El hambre lo traicionó. El vaquero, displicente, no lo vino a ver sino hasta la tarde y el caballo, hambriento, tras una jornada de galeote el día anterior y los tres viajes de la mañana, tenía  ¿hambre? ¿sed? empezó a rumiar los escuetos yerbajos que la soga le permitía alcanzar, cuando se terminaron éstos alargó lo que más pudo el pescuezo hacia el barranco fatal, donde sobresalían unas hojas suculentas. Un resbalón llevo a su ágil pero pesado cuerpo al vacío y la soga exprimió su último aliento hasta que los estertores de muerte pasaron. Ninguna queja, ningún sonido salió-no pudo salir- de su garganta. Una alma caritativa que pasó tres  hora después cortó la soga, el cuerpo  cayó con un estrepitoso chapoteo al agua del río.

 Un destello en mi memoria, que se ha filtrado a través del velo de estas dos décadas que nos separan de esos acontecimientos, me muestra un caballo de color café claro, en el que aprendí (si se puede decir) a montar y del que alguna ves me caí sobre unos terrones dolorosos. Merengue vivía sobre las glorias del Biscochuelo, aquel alazán que escribió páginas memorables en toda la comarca y que murió después de copular con algunas generaciones de ansiosas potrancas y no dejar ningún retoño que le diera más vida a su fama. Merengue fue el caballo de mi niñez, de esos días en el el aire sobre Relámpago era más puro  e inabarcable, de esos días, que vale repetir una vez más, no volverán. Esos días, así como Merengue, murieron hace mucho tiempo.

30 de mayo de 2010

COMO PRESENTACIÓN

¡Qué tanto ha cambiado el mundo en los últimos 10 años! Cuando el ataque del 11 de septiembre de 2001 estaba en Relámpago, donde el casero tenía una vieja radio chillona a pilas, la que muy inconstantemente, durante el fragante desayuno dejaba escuchar su voz .La mañana del día 12 pude escuchar en una de las conversaciones  informales a la que nos tienen acostumbrados nuestros locutores radiales como se referían a algo respecto al orgullo norteamericano y  a que nadie es invulnerable. La trasmisión terminó y me quedó la sensación ligera que algo grave había pasado allá afuera en el mundo. Los rumores de ese abigarrado planeta no llegaban al sitio Relámpago. Pausé mi curiosidad ya que las pilas se agotaron.Cuando, por fin el viernes me expulsó de ese verde paraíso incomunicado a la bulla de Calceta, al de llegar pude vislumbrar algo más en conversaciones escuchadas a retazos. Pero ya el impacto televisivo había pasado, aquella noche solo pude observar en un escueto "archivo" en el noticiero de un canal nacional la magnitud de esa verdad de la cual no supe mucho por más de 80 horas...
En 2005 llegó la electricidad, tanto tiempo esperada y tantas veces escamoteada, y con ella un televisor de 14" que nos abrió una pequeña ventana a ese mundo hasta entonces ajeno, no tanto a mí sino a los trabajadores, que de repente estuvieron en contacto permanente con otras realidades, pero sobre todos con ficciones personalizadas en telenovelas de baja calidad y en  viejas películas de acción aderezadas con letanías de publicidades baratas. En 2006 compré una base celular y pude comunicarme en una tarde que nunca olvidaré con la dulce voz de mi madre que estaba en la, hasta entonces, lejana Calceta (14 km de distancia). En el 2007  se popularizaron los móviles, así que la base quedó obsoleta.Un año después no había quién no tuviera uno, por más sencillo que fuera. Esto fue favorecido porque en un cerro cercano una antena fue colocada. En el 2009 pude conectarme a internet a través de un móvil, donde 9 años antes me había sentido tan incomunicado como Robinson Crusoe en su isla.

Soy consciente que cuando obtengo un beneficio o una mejora tengo que renunciar irremisiblemente a algo. Cuando llegaron estos adelantos, me despedí de un no se qué que nos acercaba al romanticismo de la vida campesina que se quedó en el ayer: las conversaciones con mi padre a la luz de la lámpara humeante de querosene, la luna que penetraba por los resquicios de las paredes, el ritmo cercano a la naturaleza que nos acompañó por tantos años. Esa vida se fué para siempre cuando llegó el transformador, el poste y los focos fluorescentes.
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