18 de octubre de 2010

El último viaje del balsero

Crecí en un mundo que era el vago resplandor de otro, ya pasado. Escuché  el vocerío de las guacharacas a lo lejos, en la Punta. Crecí escuchando de los trabajadores, las historias de la villagua y de la serpiente de siete cabezas, la que bajaba en la primera creciente del año, pero de la que nunca me explicaron en que momento retornaba a su manantial primigenio. Escuchaba en las noches, en la penumbra de la vieja casa de hacienda, las historias, mas sensatas, contadas por mi padre que me hablaba de los caucheros, de las bajadas en balsa, de las guerrillas conchistas. En mi infantil cabeza me imaginaba que aquellos sucesos habían pasado hace mucho, antes de la creación del mundo moderno, cuando todo era en blanco y negro, como esas viejas fotografías de  niños congelados en la eternidad, sentados en un caballito de madera.
De todas esas historias, las que siempre me fascinaban era las de los balseros. Gente bravía que se atrevía a desafiar el río Carrizal furioso, galopándolo en montura de caña y balsa para llevar las riquezas extraídas a la montaña. Del  cargamento que fracasaba en las corrientes traicioneras, de las dormidas obligatorias en la arena, alumbrados por las estrellas, de los remansos que atrapaban a los desprevenidos, del típico grito de "¡La Veta! ¡La Veta!" cuando se llegaba a puerto y el palanquero no podía apegar su valiosa carga, que posteriormente negociaba  en los diferentes comercios, que pululaban cual moscas ante la miel en rededor. Posteriormente, el mismo día o al siguiente, si tenían casa propia o de algún pariente, retornaba, con sus compras al hombro, a su terruño, donde su mujer y  retoños los estaban esperando con ansias.
Crecida del río Carrizal, vista desde actual subida al puente de San Bartolo.

Cuando nací, la balsa había  dado paso a la canoa, menos heróica pero mas utilitaria, ya que permitía retornar por el mismo río los productos que se necesitaban en las casas o en los comercios diseminados a lo largo del Carrizal o del Barro. Después con la apertura del carretero empedrado hasta la Esperanza y la apertura de caminos de verano por toda la geografía cantonal, los camiones se adueñaron de la carga viva y muerta del cantón.
Alcancé a viajar en balsa una o dos veces  desde Relámpago a La Esperanza, con mi padre. La última de aquellas, a salida de invierno, cuando el río Barro disminuía su bravura y era seguro viajar con un niño en sus nueve años.  Aún recuerdo como a medida que nos acercábamos a la desembocadura del Barro en el río Carrizal, la corriente se hacía más lenta, la noche anterior había llovido para las cabeceras de Balsa y el Carrizal estaba en todo su apogeo taponando nuestro río y prefigurando su fin, años despúes. Salimos del Barro y penetramos en aquella corriente ciclópea, la experiencia de mi padre nos permitió apegar en el puerto de la Esperanza sin problemas, unos quinientos metros más abajo.
Ya en ese tiempo, los balseros estaban de retirada, bajaban solo en los meses más duros por las lluvias y al  viajar en canoa a motor hasta la Esperanza, principalmente viernes y sábado, era común encontrarnos con seis, ocho o diez de los últimos balseros del Barro o del Carrizal, con sus cargas de mocora, tagua, madera, que fácilmente eran remontados por las ligeras canoas motorizadas.
Finalmente, a mediados de los '90, la represa La Esperanza dio el tiro de gracia a los balseros. Una vez que su lecho milenario fue taponado por la montaña artificial, el transporte fluvial murió, quedando solo las aguas muertas, donde el motor fuera de borda es el rey, cuando se  lo permite esa peste vegetal flotante, el lechuguín (Eischornia crassipes). El agua que fluía hacia el océano, enverdeciendo las vegas y dando vida a los humedales, hoy duerme, apresada, no por el hombre campesino, sino por otros, ajenos a estas tierras y a estas realidades.
Llegada de los balseros durante el verano.

No se quién fue aquel último balsero del Carrizal, que pudo llegar a puerto, tal vez ya no exista, tal vez viva aún. Pero lo que si sé es que mientras alguien lo recuerde, la  alegría de ver una balsa verde y blanca, bajando rauda por el río Barro, no habrá muerto.
Nostalgia de un pasado irrecuperable: Participando con la UTPL en un festival de los balseros.

8 de octubre de 2010

Un camino hacia el progreso

Palma Real (Attalea colenda) en San Ignacio, al fondo, cerro Mil Pesos
Hace diez días que una gabarra, que estaba ya sin uso donde fue construido un puente que une Calceta y Pichincha, llegó a servir a las comunidades cercanas a San Ignacio, aisladas para el transito motorizado terrestre desde que se construyó el Embalse La Esperanza. Hace 5 días entró el tractor que reabrió un camino ya olvidado hacia la casa y pasando de ella. La noche anterior a la llegada de la máquina, tuve un sueño extraño: Estaba en San Ignacio, y unas máquinas estremecedoras mordían, aruñaban, destrozaban el suelo y se lo comían, literalmente. Las lomas y colinas desaparecían a su paso, los animales huían. La desesperanza llenó mi espíritu. Al diluirse la neblinosa carga de lo soñado, reflexioné y me dije: El sueño es el cargo de conciencia procesado. Una vía reabierta no deja de dañar pequeños arbustos, rompe el suelo, en sí, no deja de causar afectación al medio. Así pensaba mientras viajaba en la gabarra, rumbo a la finca.. Atrás mío, la máquina soñada estaba, lista a devorar tierra.
Viajando por primera vez en la gabarra rumbo a San Ignacio

Empezó la labor. La guianza del maquinista por la ruta a seguir estuvo a mi cargo, la mayor parte del camino existía, en algún momento anterior una máquina había dejado sus huellas en el terreno que el tiempo se obstinaba en no borrar. El suelo reseco por el largo verano chirriaba, se quejaba, al paso del armatoste, levantando una nube de polvo del cual me alejaba rápidamente.El segundo día terminamos el trabajo en San Ignacio y quedamos listos para pasar a donde Cándido Zambrano. Al tercer día, mientras calentaban el motor de la máquina, encontraron un desperfecto. No había nada que hacer: chofer y oficial se alistaron para regresar a la ciudad, yo los acompañaría porque hacía falta comprar provisiones. En el camino nos acompañaba Cándido, quien había llegado para dirigir la ruta del tractor por su terreno. Es un propietario en sus 70 años, tostado por el sol  y por sus genes y con el infaltable cigarrillo en la boca, representa para mí la ganadería manejada a la usanza antigua: En las 60 cuadras que tiene, junto a los potreros que manejo, no habrá más de diez árboles. Caminando junto al cafetal del Alejandro, donde un viejo bosque de guachapelíes da sombra a los cafetos, me dijo: "véndame unos de esos palos". Así son las cosas, pensé: "Viejo, que te hubiera costado mantener, aunque no sembrar, los guachapelíes que eventualmente nacían en tus predios, que te costaba tirar sus semillas al granel cuando empezaban las lluvias, ahora te toca comprar árboles para tus necesidades de infraestructura. Bueno, que te salga muy caro por lo bruto, pero yo no vendo esos árboles".
Sistema agroforestal en San Ignacio: Café (Coffea arabica), guachapelí (Pseudosamanea guachapele) y samán  (Samanea saman)

Al llegar a Calceta y después de un refrescante baño que diluyó la costra de polvo que me cubría, reflexioné: La falta de acceso a los vehículos carrozables a Caña y a Relámpago ha conservado parte de sus bosques. Así como Cándido le parece accesible la madera del cafetal, porque la puede sacar en su carro, ahora que hay vía llegarán los comerciantes y empezará el desangre. Bueno, la  gestión que puedo hacer con la madera en San Ignacio no basta, debo dar una charla a los comuneros de la zona. Esa es la idea y tengo que concretarla.
Creative Commons License
El viaje del balsero by Rolando Montesdeoca Cedeño is licensed under a Creative Commons Reconocimiento-No comercial-Compartir bajo la misma licencia 3.0 Ecuador License.
Based on a work at elviajedelbalsero.blogspot.com.