Todos los años, a medida que las lluvias van disminuyendo y el aire va perdiendo esa humedad característica y los pastizales se alejan del verde para tornarse mustios o desaparecer simplemente, cuando ya el pequeño cafeto y los naranjos y mandarinos nos han dado su fruto. Todos los años se repite esa realidad, inherente a nuestra provincia. La sequía llega y atenaza el ambiente y desde agosto nos preguntamos que tan largo será el verano a medida que los soles inclementes tuestan y resecan la tierra y el polvo se empieza a levantar a nuestro paso.
Los árboles, imperturbables, no imploran al cielo una gota de lluvia. Las ranas estarán guarecidas en las umbrosas arboledas de los esteros, esperando mejores tiempos. Las vacas y las acémilas con sus carnes en retroceso, bajo el fresco samán esperarán que alguna vaina sabrosa caiga para aliviar su hambre. El finquero cuenta los días que faltan para terminar el año y ve con desesperanza que el almanaque no se deshoja tan rápido como él quisiera. La palma real eleva sus hojas al compás del viento estival y parece decir a las nubes, destinadas a otras tierras: Aquí, aquí.
Hay días en que el astro rey golpea duro, días en que parece que se va a incendiar la tierra. Otros, parece que se apiadara de esta costra seca y se esconde tras unas nubes mezquinas. En la tarde, ver todo el panorama que se abre ante mis ojos, mustio y gris me duele hasta el alma. Es como ver el pellejo seco e inerte de un ser querido. Al fondo, el agua de la represa más inalcanzable que nunca.
Atardecer en San Ignacio. En primer plano un grupo de palmas reales (Attalea colenda) |
Las estrellas han venido a alumbrar mi desesperanza, el oscuro manto de la noche es atravesado por miríadas de puntitos indistinguibles, un polvo celestial que da a la bóveda un aspecto lechoso, pero muy tenue. La noche está fresca y el silencio se siente como una fuerza poderosa e inmemorial. Abajo, la tierra sigue sedienta. Mañana será otro día.
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