Campesino tocando guitarra. Diego Rivera
Mientras la tarde muere, intento vanamente afinarla, pero afloran las mismas frustraciones cuando, después de decenas de repeticiones, los acordes conocidos se niegan a salir del vientre de esta compañera rebelde. Con mis manos, recorro su cintura perfectamente simétrica, sus redondeces, su cuello orgulloso, pero es en vano. La guitarra, una vez más, me ha negado, porque al callar de esa manera, rompe aquel pacto que juramos respetar, cuando la tomé por primera vez entre mis brazos y una lágrima de felicidad rodó por mi cara para ir a humedecer la suya. Ella, tan alegre y obsequiosa vibraba solo al leve toque de mis dedos, que aprendieron pronto a dialogar con su alma de madera olorosa.
Ella llevaba a cuestas una temprana tragedia. Malquerida por su primer dueño, que, al no dominarla, se la entregó a unos mozalbetes amigos suyos, que en una noche de juerga y alcohol, astillaron sin conciencia su garganta de pambil. Ya en mis manos, pronto le dediqué "Flor de Azalea" y ella me correspondía con un leve estremecimiento en los acordes séptimos.
Mi historia de desamores también es la suya. Como yo, casi lloró cuando no pudimos enamorar el corazón de la mujer que ha calado hasta ahora más adentro de mi ser, la de la mirada pura y alma amarga. La que nunca me dijo sus motivos, la que esclavizó mi corazón por largos y desesperados meses. La serenata donde le entregué toda mi alma, fue también el sello de nuestra despedida. En esa noche clara de septiembre, lo único que conservo en mi memoria es el olor del monte cercano y el silencio total de esa casa campesina.
Ahora, la único testigo de esa derrota de amor yace aquí a mi lado, muda, absorta, quieta, como muerta. Tal vez, en su sueño de madera y canción, esté soñando que yo sueño con ella, así como ahora la sueño, que la tengo aquí a mi lado, en mi cama de otro siglo. Porque aunque no nací con oído musical, la sigo queriendo, con su pasado cruel y su futuro incierto.
San Ignacio de Relámpago, febrero de 2003
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