Para la cosmovisión incásica, cada grano de maíz, la base de su alimentación, eran lágrimas del dios sol, señal que, consciente o inconscientemente, los conquistadores que precedieron a los españoles en la llegada a estas tierras ecuatoriales sabían que, al fin y al cabo, nuestros alimentos son cosechas de sol, pedacitos de aquella energía que nos llega de aquel horno, que es al mismo tiempo leña y fogón. Como dirían ahora los ecólogos, las plantas captan energía en forma difusa y la concentran en recipientes fáciles de digerir y metabolizar.
Me acordaba de estos principios naturales cuando escuchaba a la contadora de nuestra Asociación contarnos su preocupación por la baja drástica en la compra de cacao. Si en los buenos tiempos los patios de la Corporación son como una pequeña feria pueblerina, ella estaba horrorizada ante la mínima compra registrada en un día cualquiera en estos últimos meses: 5 libras. Bueno, le acoté, cuando compramos cacao, en ultima instancia estamos comprando pedacitos de sol y la falta de producción en los últimos tiempos no es consecuencia más que los repetitivos días calmados, nublados en los cuales el astro rey no logra penetrar la espesa capa de nubes. La flor de cacao se cae, la monillia y la escoba de bruja se pasean sin restricción por las fincas umbrías.
Hay otros cultivos que medran sin problemas en este ambiente, pero la pepa de oro, igual que el maíz de los incas y aztecas necesita de esas lágrimas del sol para llenar su vientre del preciado manjar de los dioses.
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