28 de junio de 2011

Educación y Cultura. Un enfoque desde el campo (I).

Típico paisaje del campo manabita.

En un artículo de Emilio Palacio Urrutia   se narra como el presidente ecuatoriano Rafael Correa asiste a una representación teatral de  unos niños campesinos sobre el  entorno donde viven: mujeres lavando ropa, hombres que toman aguardiente o que cruzan sus machetes en un remedo de pelea.  Los pequeñuelos, que han presentado el programa con anterioridad ante otras autoridades de menor rango, esperan la felicitación del primer mandatario y la foto junta a él a la finalización del psicodrama. Pero, terminada la función, el presidente increpa a los niños por la representación "sexista y violenta" que acaba de ver y les hace prometer que no lo volverán a hacer. Los niños compungidos,  se alejan  confundidos. Sus profesores no atinan que actitud tomar y siguen el camino de sus pupilos.
Al parecer, la intención del primer mandatario era crear un juicio de valor sobre lo representado. Quien duda que el alcoholismo y la violencia doméstica es un problema de toda la sociedad, teniendo la rural, un índice importante en ambos males. Pero representar un drama local no significa que se comulgue con él. El error en la apreciación maniquea de Correa no es solo de la visión que se ha formado él, personalmente,  sobre el ambiente rural, sino de la sociedad donde creció. Aunque no lo sepa el presidente, su visión es la de los citadinos ecuatorianos. El habitante de Quito y Guayaquil asoció la violencia, la ignorancia y la desorganización con el campesinado porque esa es la imagen que se vendió a través de la crónica roja y de programas como Mis adorables Entenados, Mi Recinto y la Niñera donde estereotipan al hombre y la mujer del campo. Los guionistas ecuatorianos como que se escudan de su falta de creatividad y asocian a sus personajes marginales con poblaciones o recintos que se suponen "bárbaros" con la misma acepción de esta palabra que usaban los antiguos romanos cuando se referían a las tribus que rodeaban el Imperio.
 La cultura montubia es, en realidad, muy rica y nada le debe envidiar a su contraparte urbana. Hay todo un mundo que explorar en tradiciones, cocina, prácticas agrícolas, leyendas, cosmovisión, música, baile. Sitio a sitio hay ligeros cambios que se van acumulando cuando cambiamos de cantón y aún más de provincia. Lástima que año tras año con la llegada de la ola homogenizadora de la modernidad se siga erosionando este patrimonio intangible.
No dejé algunas veces de sentir en carne propia algunos de los prejuicios con los que los citadinos etiquetan a los nativos del campo y de los pequeños pueblos. El típico campesino, para ellos es ignorante, violento, salvaje, no tiene una buena dicción. Contra ese menosprecio, el campesino oponía su candidez y su generosidad natural. Al "dotor" le traía a regalar un par de gallinas o unos atados de fréjol. El notario, registrador o funcionario  veían al agricultor como aquel de quien obtener un poco más de réditos económicos. Para el político, el habitante de los campos era (es)  quien, el día de las elecciones, se le va a traer de sus comunidades para que ejerza "su derecho". Se le daba un machete, medio litro de aguardiente  y el pasaje de vuelta.
 Si conocemos que la cultura es parte de la sostenibilidad del desarrollo, ¿Puede haber cultura sin educación convencional? Particularmente pienso que, si bien en los siglos XIX y gran parte del XX, el campesino mantuvo incólume su riqueza cultural, los tiempos que vivimos, donde existe una aculturización que nos mueve hacia un modo de vivir llano y anodino a través de todo el mundo, es preciso que, el agricultor potencialice su cultura a través de la educación formal, para no caer víctima de este proceso global que va eliminando modos de vida, lenguas y tradiciones a su paso.
Es tiempo de darle  a la cultura campesina su verdadero valor para que nuestros nietos la conozcan  viva y no momificada en los museos del mañana.

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